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El mitin
Fade In.
Es un amanecer en la sierra. Las calles del poblado se encuentran
desiertas, y desde algún lugar impreciso se escucha una pieza de música que
puede ser de Benny Moré o de Daniel Santos. La temperatura comienza a subir
desde el suelo arenoso en delgados espejismos de calor que refractan en cálidas
visiones onduladas la suave luz que al mismo tiempo los anima. La camioneta
Chevrolet 350 de redilas ha estado estacionada frente al mercado público desde
poco antes del alba. Lentamente, a cuentagotas, comienzan a llegar los viajeros
que buscan acomodo en la estrecha caja junto con sus mercancías recién adquiridas:
hatos de gallinas guindadas por las patas, costales de maíz, bolsas con comida
enlatada, veladoras de cebo, un tanque de 20 kilos de gas. Hombres, niños,
viejos y mujeres se encaraman trabajosamente hasta quedar de pie apretujados
unos contra otros, con los rostros inamovibles de campesinos estoicos, ajados
por la montaña, curtidos en arrugas, fisonomías silentes como de exposición
fotográfica, sin reflejar siquiera
la más mínima incomodidad por el maloliente hacinamiento o el calor encerrado
bajo la lona, el cual causa estragos a la pareja de fuereños: nosotros, un
hombre y una mujer mal sentados sobre sus mochilas, aburridos, acalorados,
arrinconados en el fondo de aquella fragua ambulatoria con destino al pueblo de
Atoyaquillo.
Lo que siguió fue
la repetición viciosa de las incomodidades del primer viaje en autobús, pero
elevado a la tercera potencia. La camioneta de redilas se internó en la sierra
por caminos que parecían no ser más que una brecha abierta a golpe de machete
entre la espesura, una vereda tropicalísima que se enroscaba en los cerros,
invariablemente fluyendo hacia arriba, hacia el sol que decantaba toda la furia
del mediodía emborrachando palmeras contagiadas de amarillamiento letal. Felisa
bebía agua compulsivamente de su termo hasta que se le acabó y empezó a tomarse
la mía, sudando sin parar. De pronto, el escape de la camioneta arrojó una
explosión que sonó como un disparo de fusil. Haciendo alusión a la reciente
masacre, un lugareño gritó “no tiren, aquí hay mujeres y niños”, y los demás se
rieron sin muchas ganas de festejar aquel chispazo de humor negro, destellando
como chiste en velorio, inédito en medio del verdor espeso de aquellas
inmensidades. El viaje duró tres horas y media. En algunos puntos, como en el
vado donde habían sido masacrados los campesinos, tuvimos que bajarnos para que
el vehículo pudiera librar sin volcarse los accidentes del terreno. Descendimos
en silencio, con respeto genuino: sabíamos que pisábamos la tierra sagrada de
sus luchas libertarias, regada con la sangre de sus hermanos, padres, hijos,
esposos. “Un día van a venir los del gobierno y van a poner un monumento aquí”,
dijo en español una indignada
mujer que cargaba un bebé al que jamás escuché llorar a pesar del zangoloteo
del trayecto. Estuve de acuerdo. El poder tiene una gran capacidad innata para
ejercer el más burdo de los cinismos.
Cuando llegamos al pueblo el mitin de la Organización Campesina de la
Sierra del Sur ya había comenzado en la plaza pública. Congregaba unas ochenta
personas, tal vez menos, que se arremolinaban con sus pancartas y sus mantas
alrededor del quiosco. Nadie los observaba. La OCSS cumplía un año de lucha y
ensalzaba a sus mártires en un recóndito pueblo miserable, desierto. Pero el
ambiente aún olía a sangre y no había más que mantenerse alejados de
Chilpancingo y Acapulco, donde dos manifestaciones de maestros ya se llevaban
acabo con bastantes probabilidades de acabar violentamente. Un discurso casi
ininteligible brotaba de un megáfono que espesaba aún más el aire caliente e
inmóvil del atardecer. Felisa se bajó de la camioneta y sin decir nada se
internó en la muchedumbre. Se notaba que la chava estaba en su elemento. Se
tomaba muy en serio aquello de ser-toda-una-activista. A la menor provocación
narraba las batallas ganadas en el frente de la resistencia civil urbana, en la
organización estudiantil, en la asesoría sindical, en la defensoría de los
derechos humanos. Casi empezaba a admirarla. Se vanagloriaba de que pronto
viajaría a Holanda para representar a México en un foro mundial sobre derechos
indígenas. Me lo dijo un par de veces durante nuestras conversaciones, así que
tenía derecho a concluir que sabía perfectamente bien lo que hacía. Yo, en
cambio, traté de ser discreto a la hora de sacar la cámara de video, pero sin
dar la impresión de andarme escondiendo. Podían interpretarme mal y pensar que
era un “oreja” pagado por el gobierno, en cuyo caso estaría en posibilidad de
filmar mi propio linchamiento.
-¿Y tú de dónde vienes, reportero?
-No soy reportero.
-¿Y entonces, pues?
Sentado en la banqueta, sin dejar de grabar, traté de explicarle al
hombre del sombrero y las botas (enormes, comparadas con su pequeña estatura y
delgadez) el motivo de mi presencia en el pueblo. Hasta a mí me sonó rebuscado,
medio falso. Pero era la pura verdad. El campesino se quitó el sombrero, se
limpió el sudor con su paliacate, perdió el interés y caminó hacia la
muchedumbre. Se alejó hasta fundirse con esa compacta masa de cuerpos de pieles
morenas y almas beligerantes de la cual surgió Felisa, casi inmediatamente, muy
sonriente, con unos volantes en la mano...
-Tu sigue filmando, pero guarda película porque Eladio nos va a recibir
en una concentración que van a hacer en Tlapa, mañana en la mañana. También
allí vamos a hacer las entrevistas con las mujeres. Nos van a dejar hablar con
el único sobreviviente.
-¿Y la entrevista con la alcaldesa?
-La alcaldesa de Atoyac está en Acapulco. Al menos eso es lo que todos
creen. Es fin de semana y de cualquier manera va a estar vacío el palacio
municipal. Veremos si de regreso la localizamos.
Corte a...
Es un retén militar a medio camino entre Atoyaquillo y Tlapa. Los
soldados detuvieron la camioneta a las 12 de la noche con 4 minutos. Llueve sin
parar. Dos cabos de infantería nos bajaron a todos los hombres, y con las manos
en la nuca fuimos obligados a poner la frente contra el vehículo. Uno por uno,
revisan los bolsillos del pantalón, las perneras, los cinturones, los zapatos.
Los cañones de los fusiles FAL chorrean agua como si fueran mangueras. Pero no
dejan de apuntarnos. Después de un día de trajín y en medio de la oscuridad,
físicamente no resultaba muy distinto de aquellos campesinos acostumbrados a
las vejaciones sistemáticas, rutinarias. Mi identificación estaba en la mochila
junto con la cámara. Si hubieran encontrado cualquiera de ambas, seguro que no
habríamos pasado de allí. A empujones nos volvieron a trepar a la camioneta,
ensopados. Las mujeres no hablaron. Los niños ni siquiera lloraron por el
alboroto. Al grito de sáquense a chingar a su madre, le ordenaron al
conductor proseguir la marcha. No
podía ver el rostro de Felisa en la oscuridad, pero la imaginé acurrucada en un
rincón, apretando los dientes, con los ojos muy abiertos. Llegamos a nuestro destino
a las cuatro de la mañana. Ya no pudimos dormir.
Fade out. Corte.
En Tlapa, la llamada “concentración” era más bien una fiesta. Al menos,
eso aparentaba. Las mujeres habían preparado un gigantesco perol de huevo
revuelto con salsa roja y sin parar echaban tortillas en el comal. Rigo Tovar y
so Costa Azul sonaba en las bocinas. Las gallinas y los chamacos corrían de un
lado para otro entre el montón de gente que departía con vasos desechables en
la mano. Eladio Ranferi era un líder natural casi omnipresente. Tanto, que
nunca se dejaba ver. Almorzamos como náufragos. Entre los campesinos, había
personas fácilmente identificables como fuereños. Felisa saludaba de lejos a
algunos. Estudiantes, más activistas, sin duda. Eso era bueno, decía, porque
“los hermanos campesinos no están solos”. Pero también malo, pues tanto
movimiento indudablemente llamaba la atención del gobierno.
-Mira, aquel de allá es el Boris- gritó de pronto, señalando un
muchacho alto, un monolito germano que platicaba con una señora anciana y
pequeñita. Según ella, el tal Boris, nacido en Berlín hacía 24 años, se había
hecho su amante durante una larga estancia de estudios en la ciudad de México.
Luego tuvieron que separarse cuando él se convirtió en corresponsal de un
diario alemán, y ella no quiso o no pudo seguirlo a vagar por los meandros
conflictivos del México bárbaro que el germano ansiaba recorrer.
El Boris se acercó en cuanto la vio y ambos se abrazaron durante un
rato. Luego me presentó. Tuve que ofrecerle la mano aún grasosa por la comida.
Pero la cara de felicidad se le congeló a Felisa en una mueca sardónica, en
cuanto el alemán dijo en su fluido español que iba a presentarnos a su
prometida.
-Se llama Aleyda… Llegó apenas ayer desde el Distrito Federal.
Y yo, malicioso, pensé: Ándele, cabrona, ya te llegó la horma de tu
zapato.
Aleyda: Colaboradora de una revista cultural de esas que aparecen
cualquier día y se esfuman antes del tercer número. Aspirante a trabajar como
reportera para un diario nacional. No más de veintiún años. Morena clara, ojos
color de la miel. Sencillamente hermosa. Felisa la saludó de beso y todo. Pero
se le notaba que, por dentro, el estómago se le retorcía entre gorgoteos de
rabia.
–Lo importante ahora es hablar con Ranferi –le dijo Felisa a Boris como
para impedir la entrada en detalles personales. El alemán no dejaba de sonreír
y abrazar a Aleyda a pesar del calor.
–Eso está difícil. Especialmente ahora que el gobierno federal y el
estatal ya ordenaron su detención. Pero te puedo presentar a Rafa. Anda por
allí, él es su brazo derecho, a ver si puede arreglar que te concedan la
entrevista.
–Yo sé que tu puedes- aventuró Felisa, guiñándole un ojo.
Lo que a mí me parecía una “fiesta” siguió como si el pueblo de Tlapa
viviera en una dimensión aparte del mundo de opresión y violencia cotidiana que
imperaba en Guerrero. Se hacía de noche otra vez y nada relevante estaba
ocurriendo. El documental no avanzaba porque la camioneta que iba a traer a las
viudas y al sobreviviente a la “concentración” aún no llegaba. Durante el día hice algunas tomas de
las personas que habían acudido al llamado de la sierra. La mayoría eran
mujeres y niños. Los pocos hombres que estaban allí parecían dedicados a los
preparativos del día siguiente. Evidentemente esperaban la llegada de una
multitud porque mataron cuatro marranos y varias gallinas. El chillido de los
puercos desangrándose quedó grabado como si fuera “sonido de ambientación” en
todas las secuencias, lo que les daba un tono de dramatismo hiper-realista,
para decirlo como lo haría cualquier maestrito de academia. Boris y Felisa no
volvieron a hablar en toda la tarde. Aleyda no se apartaba de él más que para
ir al baño, supongo. A las ocho de la noche Boris se me acercó y me dijo que
Rafa nos iba a dar un “tour”, solo que para hacerlo, había que aceptar ciertas
condiciones.
-Por supuesto que las aceptamos- interrumpió Felisa.
-Yo también voy- se apuntó Aleyda, sin tomarle parecer a nadie.
8
Filmando el parto de la insurrección
Pudimos ver la
grabación hasta que volvimos a la posada “Si ay cuartos” y recargué la batería de la cámara. Boris y Aleyda
habían bajado de la sierra con nosotros albergando la esperanza de encontrar a
la alcaldesa de Atoyac, aunque esto último era improbable porque ya era domingo
y el Ayuntamiento estaba desierto. Se hospedaron en un cuarto al lado del
nuestro. Luego de tomar un baño, tocaron a la puerta y los invitamos a pasar.
Boris traía unas cervezas en una pequeña hielera desechable para acompañar la
“premier”. La condición más estricta que nos impusieron para hablar con Ranferi
era que en todo momento teníamos que permanecer con los ojos vendados. Al
principio no creímos que el tal Rafa hablara en serio. Pero cuando nos subimos
a la camioneta observamos los paliacates sobre los asientos, listos para la
maniobra. El Rafa era un indígena muy platicador y a medida que nos
internábamos en la sierra, por una brecha oscura apenas iluminada por los faros
de la Pick up, nos iba describiendo cada sonido, cada árbol, cada animal que se
atravesaba en el camino; ése es un armadillo, aquello que escuchan es un mono,
eso que pasó volando es una lechuza. Nos dejó llevar la cámara porque “de todas
formas no van a ver nada”, cosa que era totalmente cierta debido a la oscuridad
de la sierra. Pero la llevamos explicándole que era la única manera que
teníamos disponible para registrar siquiera una conversación, si es que Eladio
accedía. “No hay problema, no creo que le moleste” nos dijo. Cuando creímos que
no se podía llegar más lejos (calculo que viajamos durante una hora o más),
Rafa detuvo el vehículo para poder vendarnos los ojos. “Es por su propio bien.
A partir de este punto, si nos paran los pistoleros van a creer que los
secuestramos, y entonces nomás me matan a mí” Reanudó la marcha y la
conversación cambió de tono. Era como si habláramos con una persona
completamente distinta. Casi un interrogatorio. Aleyda se volvió monosilábica.
Felisa contestaba ampliamente a casi todo, tranquilamente, aunque noté que a
veces le temblaba la voz. ¿Por qué quieren ver a Ranferi? ¿Quién los mandó? ¿De
dónde son? Ya en serio, ¿De dónde son? ¿De qué partido? ¿Creen en la Revolución
Popular? Felisa se aventó su mejor rollo de luchadora social. Y yo, pues, dije
toda la verdad: que era solamente un camarógrafo, que para mí esta era una
chamba como cualquier otra, y que normalmente me ganaba la vida grabando videos
en fiestas de bodas, quince años y
bautizos de barriada con mi vieja camarita marca JC Penney, la misma que llevaba
entre las manos, formato VHS, mientras trataba de terminar la carrera de cine
en la universidad. Hubo un silencio prolongado. La camioneta siguió avanzando y
después de dar varios tumbos sobre el terreno, se detuvo. El Rafa se bajó. Ya
llegamos, dijo. Pero no se quiten los paliacates. Todavía no. Empezó a hablar
con alguien allá afuera. “Son compañeros” alcancé a escuchar que decía. Con el
tacto busqué el botón “rec” de la cámara. Todo quedó grabado desde allí. “Tarde
o temprano los reporteros van a venir” dijo. “Pero no hasta acá” le contestó
otra voz. Y Rafa: “Ella es luchadora social. Es importante que en la ciudad
sepan contra quien estamos resistiéndonos, que se sepa que no vamos a aguantar
más”. Silencio. Tomé la cámara, la levanté discretamente e hice un paneo a
ciegas. Rafa aparece de pie frente a tres hombres que se cubren el rostro con
paliacates rojos; tienen puestas gorras militares, están armados con fusiles.
Los hombres siguieron hablando. En voz baja, esta vez. La toma es mala, y el
audio, peor. Me tiemblan las manos, para colmo. Se escucha que Felisa me dice
“no vayas a hacer una pendejada”. “Tú tampoco” le respondo. “Esto es en serio”
dice Aleyda justo cuando Rafa abre la portezuela y entra de nuevo en la
camioneta. “Vámonos” dice. “Eladio Ranferi les ofrece una disculpa por no haber podido recibirlos
como se debe” Mete la llave en la ignición y arranca. “Pero les manda un
mensaje, para ustedes y para aquellas personas que creen en la justicia, en la
del pueblo y en la de Dios. La Organización Campesina de la Sierra del Sur no
va a agachar la cabeza. Nunca más. Ha crecido, se ha fortalecido con la sangre
de los hermanos caídos. Vayan y díganle eso a las personas que los enviaron,
por las cuales están ustedes aquí. Hermanos y hermanas, esta es la voz de
nuestra dignidad” En los pocos segundos que dura la conversación de Rafa con
sus interlocutores, puede observarse que a lo lejos hay más hombres armados. Es
un pueblo. O un campamento. Sin duda un campamento guerrillero, para ser más
precisos.
-Esto es dinamita pura-
exclamó Aleyda cuando acabó el video. Y se empinó su cerveza de un solo trago.